sábado, 20 de septiembre de 2014

La espera del Viajero

La espera del viajero.
Escrito aquí, en todas partes, y en ninguna. Por todos y para todos.


A veces, hace mucho frío. Ya sea porque hemos cambiado de hemisferio, o porque la cultura local adora el aire acondicionado (todos reconocerán aquí los autobuses de América Latina). Uno se cubre de lo que buenamente puede: ese suetercito que se utiliza en la montaña, de fiesta, en la cama, o ese pareo que sirve para todo, toalla, almohada, trapo de playa. Muchas veces sin embargo, dictado por las elecciones de viaje a esos lugares donde los termómetros suben rápido, hace mucho calor.

El viajero ve las horas pasar, a veces hasta lo minutos. Sin embargo, lejos de ser desagradables, esas esperas son los momentos clave de los viajes, y circunscritos en el tiempo y en el espacio, a veces hasta resultan ser los más memorables, los más mágicos.
La espera, la espera de un bus, un tren, un ferry o un avión, amalgama de modos de transporte que por definición acompañan al nómada en sus periplos. Decorado de anécdotas, lugares irreales, personajes que hasta podrían ser ficticios, cada quien conserva sus inolvidables historietas: el coche bloqueado en una carretera destruida por un huracán en México, todoterreno embarrado en las dunas bajo la luna en Brasil, la espera de un autobús en un borde de carretera de montaña en Panamá, paradas de una buseta colombiana en medio de la nada, para comprar un aguacate o una hamaca, barquito que espera llenarse para poder salir, múltiples colas de aduanas e inmigraciones, noches pasadas en los aeropuertos, autobuses atrasados para emprender viajes que a veces durarán más de 20 horas… La lista es interminable.

Y qué hace el viajero durante sus múltiples aventuras? Pues espera. Sentado, de pie, tumbado, despierto o dormido, espera, observa, ve pasar a la gente, los escucha, los analiza, juega con los niños, habla con el vecino, decide comerse un mango o probar del café local. Hace encuentros maravillosos con gente variopinta, a veces en el limbo entre dos mundos –esas enormes zonas aeroportuarias donde el viajero no está en ninguna parte y no es de ninguna parte, sin haber pasado aduanas ni fronteras reales. Esos lugares en donde todo se paga en dólares, uno no sabe qué hora es ni qué idioma hablar, donde no se siente cultura alguna y sin embargo, en ese paraíso del capitalismo, uno se siente curiosamente en seguridad.
Las estaciones de trenes, de autobuses o puertos, con su bullicio y su caos, esos lugares en los que se mezcla la gente, los olores y sonidos. Las carreteras de montaña o al borde de playas, donde -vete tú a saber porqué-, un viejito siempre espera un camión o un autobús y tiene alguna batallita que contar.
El viajero nunca tiene prisa, es su regla de oro. Nunca siente que pierde el tiempo, ya que la espera siempre es parte del viaje en si.

Armado de paciencia, retoma su viaje en imágenes o ideas, reflexiona sobre sus experiencias, revive su vida entera, se entrega a las ideas más locas, y por fin descansa de sus emociones y experiencias, de sus encuentros, perfeccionando el arte de dormir en cualquier parte, de cualquier manera, sin jamás abandonar su mochila.
Si decide estar solo, disfruta del anonimato. Si decide conversar, siempre encuentra un compañero que con frecuencia acaba dándole algún mensaje o consejo de vida.

Todos los viajeros estarán de acuerdo: viajar también es aprender a esperar, a ser paciente, a no percibir la demora como una pérdida de tiempo sino como un momento sagrado de descanso, de paro, de reflexión y de puesta al día.

Esperar, es nunca aburrirse, es hacer de la espera un acto en sí, es prepararse a la siguiente etapa decisiva, la siguiente aventura extraordinaria, el siguiente encuentro único.



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