La
espera del viajero.
Escrito aquí, en todas partes, y en ninguna. Por
todos y para todos.
A veces, hace mucho frío. Ya sea porque hemos
cambiado de hemisferio, o porque la cultura local adora el aire acondicionado
(todos reconocerán aquí los autobuses de América Latina). Uno se cubre de lo
que buenamente puede: ese suetercito que se utiliza en la montaña, de fiesta,
en la cama, o ese pareo que sirve para todo, toalla, almohada, trapo de playa.
Muchas veces sin embargo, dictado por las elecciones de viaje a esos lugares
donde los termómetros suben rápido, hace mucho calor.
El viajero ve las horas pasar, a veces hasta lo
minutos. Sin embargo, lejos de ser desagradables, esas esperas son los momentos
clave de los viajes, y circunscritos en el tiempo y en el espacio, a veces
hasta resultan ser los más memorables, los más mágicos.
La espera, la espera de un bus, un tren, un ferry o
un avión, amalgama de modos de transporte que por definición acompañan al nómada
en sus periplos. Decorado de anécdotas, lugares irreales, personajes que hasta podrían
ser ficticios, cada quien conserva sus inolvidables historietas: el coche
bloqueado en una carretera destruida por un huracán en México, todoterreno
embarrado en las dunas bajo la luna en Brasil, la espera de un autobús en un
borde de carretera de montaña en Panamá, paradas de una buseta colombiana en
medio de la nada, para comprar un aguacate o una hamaca, barquito que espera
llenarse para poder salir, múltiples colas de aduanas e inmigraciones, noches
pasadas en los aeropuertos, autobuses atrasados para emprender viajes que a
veces durarán más de 20 horas… La lista es interminable.
Y qué hace el viajero durante sus múltiples
aventuras? Pues espera. Sentado, de pie, tumbado, despierto o dormido, espera,
observa, ve pasar a la gente, los escucha, los analiza, juega con los niños,
habla con el vecino, decide comerse un mango o probar del café local. Hace
encuentros maravillosos con gente variopinta, a veces en el limbo entre dos
mundos –esas enormes zonas aeroportuarias donde el viajero no está en ninguna
parte y no es de ninguna parte, sin haber pasado aduanas ni fronteras reales.
Esos lugares en donde todo se paga en dólares, uno no sabe qué hora es ni qué
idioma hablar, donde no se siente cultura alguna y sin embargo, en ese paraíso
del capitalismo, uno se siente curiosamente en seguridad.
Las estaciones de trenes, de autobuses o puertos,
con su bullicio y su caos, esos lugares en los que se mezcla la gente, los
olores y sonidos. Las carreteras de montaña o al borde de playas, donde -vete
tú a saber porqué-, un viejito siempre espera un camión o un autobús y tiene
alguna batallita que contar.
El viajero nunca tiene prisa, es su regla de oro.
Nunca siente que pierde el tiempo, ya que la espera siempre es parte del viaje
en si.
Armado de
paciencia, retoma su viaje en imágenes o ideas, reflexiona sobre sus
experiencias, revive su vida entera, se entrega a las ideas más locas, y por
fin descansa de sus emociones y experiencias, de sus encuentros, perfeccionando
el arte de dormir en cualquier parte, de cualquier manera, sin jamás abandonar
su mochila.
Si decide
estar solo, disfruta del anonimato. Si decide conversar, siempre encuentra un
compañero que con frecuencia acaba dándole algún mensaje o consejo de vida.
Todos los
viajeros estarán de acuerdo: viajar también es aprender a esperar, a ser
paciente, a no percibir la demora como una pérdida de tiempo sino como un
momento sagrado de descanso, de paro, de reflexión y de puesta al día.
Esperar,
es nunca aburrirse, es hacer de la espera un acto en sí, es prepararse a la
siguiente etapa decisiva, la siguiente aventura extraordinaria, el siguiente
encuentro único.
No hay comentarios:
Publicar un comentario